Hace algún tiempo, antes de que yo misma supiese que lo era, me regalaron una orquídea blanca. Venía en una maceta transparente llena de agujeros, con algo de tierra, trocitos de cortezas y palitos, que hacían que las raíces estuviesen prácticamente desnudas al aire. De su fina rama colgaban cuatro o cinco preciosas flores, que aguantaron muy bien algunas semanas. Luego poco a poco se fueron poniendo amarillas, se secaron y fueron cayendo sobre la mesa donde estaba colocada.
Pero eso era de esperar. Las orquídeas van floreciendo periódicamente, eso sí, si se sabe qué hay que hacer con ellas.
Cuando se quedó sin flores pensé que así no podía vivir, casi sin sustento, así que la transplanté a una maceta convencional. Además, sin flores la planta estaba tan triste que compré una rama con orquídeas blancas de tela, y la clavé en la tierra. La verdad es que la rama artificial estaba bien hecha, y sólo si te acercabas lo suficiente a ella te dabas cuenta de que no eran flores naturales. Sólo mirándola de cerca se apreciaba el engaño.
La pobre planta intentó sacar sus raíces de aquella maceta al aire para poder respirar. Aún tuvo fuerzas para hacer que le creciese alguna que otra hoja, a duras penas, pero al final se acabó marchitando. Sus hojas perdieron la tersura y acabaron amarillas y desmayadas sobre la maceta que la había matado, contrastando absurdamente con la rama verde llena de flores blancas, perfectas, sin mácula, sin vida.
Qué mal lo hice contigo, mi pobre y preciosa orquídea blanca. Cómo sufriste delante de mis ojos, y yo sin darme cuenta. Cómo te adorné de forma artificial para ocultar tu tristeza, cómo pensando en tu bien pero con ignorancia enterré tus raices epifitas.
Y tú aguantaste lo que pudiste, sin protestar, ocultando tu sufrimiento, porque las orquídeas no causan dolor. Las orquídeas no tienen espinas.